Allen Funt fue uno de los grandes psicólogos del siglo XX. Sus experimentos y demostraciones informales en Candid Camera nos enseñaron tanto sobre la psicología humana y sus sorprendentes limitaciones como pudiera hacerlo la obra de cualquier psicólogo académico. Aquí tenemos uno de sus mejores experimentos (según lo recuerdo años más tarde): Funt montó un puesto especial en un lugar céntrico de unos grandes almacenes y lo llenó de mangos nuevos y relucientes de carrito de golf. Eran unos tubos fuertes y brillantes de acero inoxidable, de unos sesenta centímetros de largo, con una ligera curvatura en el centro, con rosca en un extremo (para atornillarlo en el lugar correspondiente de nuestro carrito) y con un sólido pomo esférico de plástico en el otro. En otras palabras, la pieza de acero inoxidable más inútil que se pueda imaginar, a menos que uno tuviera un carrito de golf al que le faltara el mango. Luego puso un cartel. No identificaba el contenido de la parada, sino que simplemente decía: "Rebaja del 50%. ¡Sólo hoy! 5,95 dólares". Algunas personas los compraron, y cuando les preguntaban por qué lo habían hecho improvisaban cualquier explicación. No tenían la menor idea de qué era aquello, pero era un objeto bonito, y ¡toda una ganga! Esa gente no estaba bebida ni tenía ninguna lesión cerebral; eran adultos normales, nuestros vecinos, nosotros mismos.
Cuando nos asomamos al abismo que abre ante nosotros una demostración de este tipo nos entra una risa nerviosa. Tal vez seamos listos, pero ninguno de nosotros es perfecto, y aunque tal vez usted o yo no cayéramos en el viejo truco del mango del carrito de golf, sabemos que hay otras variantes de este truco en las que hemos caído y en las que sin duda volveremos a caer en el futuro. Cuando descubrimos lo imperfecta que es nuestra racionalidad, nuestra propensión a dejarnos arrastrar en el espacio de las razones por cosas que no son razones conscientemente apreciadas, nos asalta el miedo de que tal vez no seamos libres después de todo. Tal vez nos estemos engañando. Es posible que nuestra aproximación a una perfecta facultad kantiana de la razón práctica se quede tan corta que nuestra orgullosa autoproclamación como agentes morales no sea sino un delirio de grandeza.
Nuestros fallos en estos casos son sin duda fracasos en nuestra aspiración a la libertad, a responder como nosotros mismos querríamos ante las oportunidades y las crisis que nos presenta la vida. Por esta razón son tan incómodos, porque ésta es una de las formas valiosas y deseables de la libertad. Nótese que la demostración de Funt no nos impresionaría en lo más mínimo si sus sujetos no fueran personas, sino animales: perros, lobos, delfines o monos. Apenas puede sorprendernos que se pueda engañar a una simple bestia para que opte por algo brillante y vistoso, pero que no es lo que realmente quiere, o lo que debería querer. Partimos de la base de que los animales "inferiores" viven en el mundo de las apariencias, movidos por "instintos" y capacidades perceptivas que poseen una gran eficiencia dentro de su contexto, pero que quedan fácilmente en evidencia en circunstancias inusuales. Nosotros aspiramos a un ideal superior.
A medida que aprendemos cosas sobre las debilidades humanas y sobre la forma en que pueden aprovecharse de ellas las tecnologías de la persuasión, parece como si nuestra tan cacareada autonomía no fuera sino un mito insostenible. "Tome una carta cualquiera", dice el mago, y consigue hábilmente que uno tome la carta que él ha escogido previamente. Los vendedores conocen mil formas de hacer que nos decidamos a comprar ese coche, ese vestido. Según parece, bajar la voz funciona extraordinariamente bien: "Para mi gusto le queda mejor el verde". (Tal vez le interese recordarlo la próxima vez que un vendedor le susurre algo). Nótese que se trata de una carrera de armamentos donde cada estrategia se ve contestada con una contraestrategia. Yo no he hecho más que reducir un poco la efectividad del truco del susurro para aquellos que recuerden mi consejo. Resulta fácil descubrir el ideal de racionalidad que está detrás de esta batalla: caveat emptor, decimos, el riesgo es del comprador. Se trata de una política que presupone que el comprador es lo bastante racional como para no dejarse engañar por las lisonjas del vendedor, pero como ya no tenemos una fe inocente en este mito suscribimos una política basada en el consentimiento informado, que prescribe para la validez del acuerdo la presentación explícita de todas las condiciones relevantes en un lenguaje claro y comprensible. Pero también reconocemos que dicha estrategia es fácilmente eludible -la estratagema de la letra pequeña, la pomposa e impresionante jerga especializada-, por lo que podríamos prescribir todavía más condiciones para servirle la información a cucharadas al indefenso cliente. ¿En qué punto habremos superado el mito del "consentimiento adulto" en nuestra "infantilización" de la ciudadanía? Cuando oímos hablar de propuestas para adaptar los mensajes a determinados grupos o individuos mediante la inclusión de imágenes, explicaciones, facilidades y advertencias específicas, tal vez estemos tentados de condenarlo como paternalismo y considerarlo igualmente subversivo para el ideal de libertad según el cual somos agentes racionales kantianos, responsables de nuestro propio destino. Pero al mismo tiempo deberíamos reconocer que el entorno donde vivimos no ha cesado de actualizarse desde el origen de la civilización, a través de una cuidadosa preparación y de la instalación de toda clase de señales y advertencias en nuestro camino, para ayudarnos y hacernos las cosas más fáciles a nosotros -eso es lo bueno de la vida civilizada-, pero acostumbramos a criticar las que necesitan los demás. En cuanto comprendemos que esto es una carrera de armamentos, resulta más fácil abandonar el absolutismo que sólo ve dos posibilidades: o somos perfectamente racionales o no somos racionales en absoluto. Dicho absolutismo promueve el miedo paranoico a que la ciencia podría estar a punto de demostrar que nuestra racionalidad es una ilusión, por muy benigna que pueda resultar desde ciertas perspectivas. Dicho miedo, a su vez, otorga un atractivo injustificado a cualquier doctrina que prometa mantener la ciencia a raya, conservar nuestras mentes como un espacio misterioso y sacrosanto. En realidad, somos extraordinariamente racionales. Somos lo bastante racionales, por ejemplo, como para ser muy buenos en el diseño de estrategias para ponernos trampas unos a otros, para buscar fisuras cada vez más sutiles en nuestras defensas racionales, un juego del escondite que no conoce ninguna pausa ni límite temporal.
(...) Nuestros sistemas morales y políticos parecen obligarnos a clasificar a las personas en dos categorías: aquellos que son moralmente responsables y aquellos que están excusados de ello por no estar cualificados. Sólo los primeros son candidatos válidos para el castigo, para que se les pidan responsabilidades por sus acciones. ¿Cómo podemos decidir dónde marcar la línea? Ciertas acciones estúpidas y ciertos hábitos y rasgos de carácter que descubrimos en nosotros mismos pueden hacernos dudar de si una categorización como ésta puede ser algo más que un mito conveniente, algo así como el odioso mito de los metales de Platón, una estratagema pública pionera para mantener la paz en su República. Algunas personas han nacido de Oro, mientras que otras deberán contentarse con ser de Plata o de Bronce. Podría parecer, por ejemplo, que la teoría política adopta la estrategia de mantener una cierta proporción de castigos dentro de la sociedad para hacer creíbles las prohibiciones que mantienen controlados (en cierta medida) a los agentes racionales, una estrategia que estaría sin embargo condenada a la hipocresía. Aquellos que terminan siendo castigados pagan doblemente puesto que no eran realmente responsables de las acciones que, según nuestras beatas condenas, habrían cometido por su libre voluntad, y no son sino cabezas de turco a quienes la sociedad inflige un daño deliberado para sentar un vívido ejemplo ante los demás ciudadanos mejor dotados para el autocontrol. ¿Qué condiciones debe cumplir una persona para que podamos considerarla genuinamente culpable de sus fechorías? Y ¿hay alguien que las cumpla realmente?
Daniel Dennett
Fuente: El texto lo he sacado del capítulo 9 del libro La evolución de la libertad, de Daniel C. Dennett (filósofo, autor de otro libro más conocido: La conciencia explicada).
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