sábado, 26 de abril de 2008

Debate sobre la propiedad intelectual, el canon e internet


Se trata del debate que hicieron anteayer noche (la noche del 23 al 24 de abril) en Canal Sur, en el programa "Mejor lo hablamos", con la participación de David Bravo y Javier Capitán, entre otros. Es un tema siempre interesante de tratar, aunque la pena es el poco tiempo que concedieron a David Bravo para explicarse, ya que fue cortado en varias ocasiones. No obstante, siempre se puede sacar algo positivo de un debate como éste.

Complemento: para quien no tenga tiempo de ver el vídeo, o para quienes quieran conocer la valoración que han hecho en sus respectivos blogs dos de los participantes del debate (los que he citado arriba):

- Algunas apreciaciones de David Bravo acerca del debate.

- Unos breves comentarios de Javier Capitán, también sobre el debate.

viernes, 25 de abril de 2008

Reconstrucción del rostro de un niño neandertal


La foto la he sacado de este artículo de El País, de donde copio también esta breve introducción:

La foto cambia. Los neandertales, aquellos seres tan parecidos a nosotros, y tan distintos, eran más humanos, inteligentes y agraciados de lo que siempre creímos. Recientes hallazgos descubren cosas insólitas, de 'los otros' y su mundo. Las incógnitas comienzan a desvelarse.

Para leer el artículo completo y ver las otras fotos, visitar la noticia que mencioné del diario El País.

sábado, 19 de abril de 2008

El buen escribir no está reñido con el uso de recursos informales

Al escribir un texto, debe existir un equilibrio entre mantener las formas y el empleo de recursos informales (como puede ser usar varios signos de admiración seguidos, u otros). Lo importante es lograr una comunicación clara y comprensible de lo que pretendemos expresar, ya sean ideas o emociones. Comenzaré mostrando unos ejemplos del uso informal del lenguaje, tras los cuales vendrá una breve reflexión.

Tres ejemplos muy diferentes entre sí:

Primer ejemplo: El uso de varios signos de admiración o de interrogación seguidos. Frases como: marcaron tres goles en el tiempo de descuento!!!!!, o bien: descubren que Zapatero es transexual!!!, o incluso: es esto un milagro??? Esta costumbre se ha popularizado con las modernas tecnologías (SMS a través de los móviles, conversaciones y posts en internet).

Segundo ejemplo: Recursos improvisados como el doble paréntesis o las comas suspensivas. Frases como: aún no se ha encontrado vida fuera de nuestro planeta ((pero ya se encontrará antes o después, podéis creerme)) o bien: mañana tengo examen,,, El doble paréntesis puede indicar que es un susurro, o una aclaración light, de escasa importancia; puede usarse para cambiar el tono y pasar de la formalidad del texto principal, a la informalidad de una confidencia que hace el autor. En cuanto a las comas suspensivas, no veo gran diferencia con los puntos suspensivos pero puede resultar estético para algunas personas, o indicar un pequeño énfasis o emoción sobre lo que se dice.

Tercer ejemplo: La ñ. La letra ñ ya forma parte del lenguaje formal, pero hace siglos su uso era tan informal como los dos ejemplos anteriores. Los escribas abreviaban la doble n poniendo una sola n acompañado de una rayita ondulada encima, por ejemplo annus podía acortarse escribiendo añus, que fue evolucionando hasta el término que actualmente conocemos: año. La ñ era en un principio algo informal, pero era tan práctica que su uso fue formalizándose hasta que se convirtió en el uso normal. Os dejo un link por si os apetece leer sobre el origen de la ñ.

Hay cientos de ejemplos más, pero con los tres mencionados ya nos hacemos una idea de los usos informales del lenguaje. Lo interesante es ser capaces de comunicar nuestras ideas o emociones, de modo que nuestros interlocutores nos entiendan. Personalmente no soy partidario de ser demasiado rígido, pues el lenguaje está evolucionando constantemente, pero sí debe haber un equilibrio entre el uso de los recursos informales y el lenguaje formal, pues sin este equilibrio dificultamos la claridad de la comunicación. Así pues, con casos como los del primer ejemplo, el uso excesivo de signos de interrogación o de admiración pueden resultar pesados, incluso dificultar una lectura normal del texto. En cambio no me parece mal un uso aislado de este recurso. Por ejemplo, un artículo cuyo texto es titulado ¡¡¡ La SGAE decide disolverse !!! me parece aceptable si el resto del artículo está escrito correctamente. El uso de este recurso en el título puede servir en este caso para enfatizar la intensidad o emoción con que se expresa la noticia. Por otro lado, un texto plagado de abreviaturas típicas de los SMS puede resultar cansado e incluso aburrido de leer.

Por eso estoy a favor de ser flexibles en el uso del lenguaje, pero aplicando nuestro sentido común. ((Espero haber sabido expresar mi punto de vista jejeje))

Biblioteca abandonada en Rusia


Este tipo de imágenes me dan una sensación medio nostálgica, medio placentera, no sé por qué. Imagino ese lugar silencioso, lleno de sabiduría no aprovechada.

Recomiendo ver la foto a gran tamaño en la web donde la encontré, que además tiene otras fotos del mismo sitio. Y ese otro link lo encontré en Menéame.

viernes, 18 de abril de 2008

El superviviente perfecto

Encontré una historia real que me resultó emocionante y entretenida de leer, así que la pongo aquí para tenerla a mano y para que la lea quien le interese. El título que tiene es "El superviviente perfecto" y es la historia de un aviador que sobrevivió con gran tenacidad a un accidente de aviación, y más tarde pasó de héroe a villano, y tras su muerte nuevamente héroe cuando se descubrieron todos los datos.

Voy a copiarlo directamente del sitio donde lo he encontrado, donde además hay unas fotos amenizando la lectura, por lo cual es recomendable leerlo en el sitio de donde copié.

El superviviente perfecto
por Marcelo Dos Santos

¿Cuál es la capacidad de sobrevivir del ser humano? ¿Cuánto sufrimiento y privaciones puede soportar un hombre antes de sucumbir? ¿Puede la voluntad de salvarse —o acaso el instinto de supervivencia— sobreponerse a una muerte que en cualquier otro ser humano hubiese sido segura e inminente?

Todo ello se estudia intensamente, en especial por parte de las fuerzas armadas de todo el mundo y sus escuelas de supervivencia.

Las conclusiones que se han obtenido indican que aún en las situaciones más letales y comprometidas, un buen entrenamiento, la aplicación del sentido común y una animal, acerada, férrea ansia de vivir pueden convertir a la víctima de un accidente en un superviviente perfecto.

Este fue el caso de David Steeves. Su increíble historia es más sorprendente que cualquier guión de Hollywood.

Y si no, juzguen ustedes mismos.


En 1957, el primer teniente David Steeves tenía 23 años, y se desempeñaba como piloto militar de la Fuerza Aérea norteamericana. El 9 de mayo de ese año, Steeves despegó del aeródromo de la Base Aérea Hamilton en Oakland, California, con destino a su ciudad natal, Selma, Alabama, donde pensaba dejar el avión en la Base Aérea Craig. Iba a bordo de su entrenador biplaza Lockheed T-33A Shooting Star. En el trayecto debía sobrevolar la Sierra Nevada, una formación montañosa que se extiende mayormente en California pero llega hasta el estado de Nevada. Muchas de sus cumbres trepan hasta los 3.500 o 4.000 metros.


Todo fue bien al principio (Steeves era experto en ese tipo de aviones entrenadores). La vista era imponente. Steeves volaba contento.

Aunque California es un estado caluroso, las grandes altitudes hacen que la primavera en las montañas de la Sierra Nevada sea subártica. La nieve no se derrite hasta mediados de verano, las temperaturas son siempre bajo cero, y los profundos precipicios llenos de sedimentos se convierten en trampas mortales.

Precisamente volando sobre uno de esos abismos, se produjo una fuerte explosión en el interior de la cabina del T-33. Steeves nunca supo qué fue lo que ocurrió. Perdió el conocimiento de inmediato.

Cuando despertó, la cabina estaba llena de humo y el aparato estaba en picada, precipitándose entre las nubes directamente hacia una gigantesca pared de piedra en la ladera de un monte. El joven tiró del timón con todas sus fuerzas, tratando de obligar a que la nariz trepara, pero fue inútil. Los mandos no respondían.

Sólo quedaba una cosa por hacer: eyectarse. Activó la granada de disparo de gas inerte, liberó la cubierta de la cabina, y salió disparado de su avión con todo y asiento. Eran las 11:45 del 9 de mayo de 1957.


Desprendido por fin de su sillón y colgando de su paracaídas, vio venir hacia él una cornisa de roca cubierta de nieve. ¡Pero la velocidad era demasiada! No pudo reducirla, y, si bien consiguió tocar la superficie horizontal de la saliente, el golpe en los pies le dislocó ambos tobillos. Miró hacia arriba, y vio a su avión alejándose en la distancia, tal vez para estrellarse a muchos kilómetros, fuera de su vista.

Steeves tenía ahora un gran problema: tenía los dos tobillos doloridos, estaba en un saledizo de roca a 3.300 metros de altura, y todo lo que sus ojos podían ver eran nieves eternas, cimas peladas y uno o dos árboles. No se apreciaba actividad humana alguna.

Para colmo de males, había perdido el conocimiento a causa de la explosión y al despertar se había eyectado de inmediato, por lo que no había tenido tiempo de radiar un Mayday, el código internacional de auxilio, ni de informar de su posición a su base.

Sabía que el procedimiento de búsqueda y rescate no comenzaría hasta el día siguiente, pero también sabía que era casi imposible que pudieran encontrarlo en esa inmensidad blanca.

Su vida estaba jugada a una sola carta, pero Steeves decidió mirar todo el mazo. No moriría como un animal cogido en una trampa: se abriría paso él solo.


Esta decisión aparentaba contradecir las enseñanzas de todos los expertos en supervivencia, incluidos los del Centro Stead donde se entrenaban todos los efectivos de las fuerzas armadas estadounidenses: "uno siempre debe quedarse en el lugar del siniestro", insistían, "porque es mucho más difícil para los rescatistas encontrar un blanco móvil que uno fijo".

El problema era que Steeves sabía que había caído muy lejos de las rutas aéreas comerciales, su paracaídas era blanco —por lo que no destacaba sobre la nieve para hacer una señal— y que nadie conocía el sitio en donde estaba.

Los instructores no prevenían para casos como el suyo, y comprendió que si vacilaba pronto estaría muerto.

Agregó de este modo una nueva frase a la expresión anterior: "... excepto si uno se encuentra convencido de que nadie lo hallará si se queda donde está".


El cielo estaba cubierto de nubes bajas, por lo que la operación de rescate no comenzó al día siguiente como Steeves esperaba, ni al otro, ni al siguiente. El cielo se despejó recién al cuarto día. La Fuerza Aérea convocó al mayor experto en la Sierra Nevada, Albert Ade, para que adoctrinase a los miembros del equipo de búsqueda. Sin embargo, en la primera reunión, Ade les espetó una frase que los dejó conturbados y deprimidos: "Se nos pide que encontremos los restos de un T-33 o, en el mejor caso, si el piloto ha sobrevivido, a un hombre solo. Pues bien, en esa zona no encontraríamos ni los restos de una flota de 20 grandes bombarderos B-29. Se trata de la región más inhóspita de los Estados Unidos, y una de las 10 más hostiles del mundo". Les estaba pidiendo, desde el mero comienzo, que abandonaran toda esperanza.

Derrotados de antemano, los equipos de rescate sobrevolaron las áreas de la Sierra Nevada donde sospechaban que podía encontrarse Steeves durante sólo cuatro días. En efecto, a los ocho días del accidente, la Fuerza Aérea norteamericana suspendió la búsqueda.

Al duodécimo día de la desaparición de David Steeves, su madre recibe en su casa de Connecticut una carta oficial que dice textualmente: "Es inútil suponer que una persona aislada pueda sobrevivir en la Sierra Nevada en esta época del año. Pocos días después el forense militar firma el certificado de defunción, la foja de servicio de Steeves se retira de los archivos militares y se procede a su entierro in absentia.

Steeves está, a partir de entonces, legalmente muerto.

Steeves, claro, es el único que no está de acuerdo. No está muerto y él lo sabe, pero nadie más. Reside en el triste limbo del desaparecido, del no-muerto, del zombie que sobrevuela el reino de los vivos y los muertos a la vez.

Pero ésa es sólo la faceta técnica y jurídica. Sus tobillos le duelen como mil demonios, y su férrea voluntad de sobrevivir lo impulsa como un viento a encontrar una salida. "Estoy vivo, estoy vivo, estoy vivo, y debo seguir así" se repite una y otra vez, interminablemente.

Pero hay algunos "pequeños" aspectos técnicos que debe resolver para no dar la razón a sus superiores. Y el primero de ellos es orientarse.

Aún se encuentra en la saliente de roca a 3.300 metros de altura, y, aunque observe para todos lados, siempre ve lo mismo: grandes cadenas de montañas de más de 4.000 metros que lo rodean en todas direcciones y no le permiten ver lo que se halla más allá. El cielo nublado de los primeros 4 días, para colmo, le priva de observar el sol o las estrellas para estimar los puntos cardinales.

Pocas semanas atrás, sin embargo, un compañero suyo, el teniente Glen Sutton, había desaparecido sin dejar rastros en esa misma área. La muerte de Sutton había horrorizado y conmovido a Steeves, que había decidido tomar algunas precauciones adicionales. Había llevado sus botas de vuelo a un excelente zapatero artesanal, que le había cosido, en una, la funda para su pistola, y en la otra, la vaina de un cuchillo. Es por eso que Steeves disponía ahora de ambas armas, aunque no pudiese encontrarles una utilidad inmediata en aquella cornisa llena de nieve. Lleva consigo también varias cajas de fósforos, pero el envase con sus raciones de emergencia había quedado en el avión. Viendo venir la montaña hacia él a una desaforada velocidad, no había podido tomar los alimentos antes de eyectarse.

Los instructores de supervivencia habían machacado durante todo el entrenamiento acerca de que el piloto siniestrado nunca debía separarse de su paracaídas: "El paracaídas es el mejor amigo del sobreviviente". Steeves tuvo oportunidad de probar la verdad de esa afirmación.

Enrolló su paracaídas, ató ambos extremos, y lo arrojó hacia el vacío. Cayó en la ladera inferior, a 100 metros de él, entre unos árboles. Ahora el joven militar tenía un objetivo visible hacia donde dirigirse. Debía bajar si no deseaba morir. Practicando toscas muescas con su cuchillo en el hielo debajo del reborde, comienza a descender paso a paso: a cada momento debe detenerse para calentar sus manos heladas bajo las axilas. Los guantes se le han mojado con la nieve fundida, y el frío es intolerable.

Pero debe continuar. Y lo hace. Tarda más de cuatro horas en recorrer los 100 metros que lo separan de su paracaídas, pero al final lo consigue.

Menudo logro para un "muerto" que, además, sufre de dos tobillos esguinzados.


Pero la situación sigue siendo letal: luego de un corto respiro, Steeves intenta seguir. Los tobillos se le han hinchado como globos de agua, y pronto se niegan a seguir soportando su peso. Con un alarido de dolor, David cae redondo sobre la nieve.

Pero la selección natural favorece a los más dotados mentalmente: Steeves es inteligente, y comprende que si va a tener que esperar a que se le curen los tobillos, en efecto estará muerto en pocas horas.

"Si no puedo caminar, bajaré sentado", se dice. Despliega la tela del paracaídas, forma con ella un rectángulo, se sienta sobre él y comienza a deslizarse ladera abajo como si montase un trineo, con el trasero firmemente apoyado y las piernas inútiles extendidas delante. El nylon de alta densidad se desliza muy bien sobre la nieve dura, y pronto alcanza el fondo del valle.

Sin embargo, el trineo no lo ayudará a trepar al otro lado. Está en el fondo de un precipicio, pero tampoco puede quedarse allí. Apelando a toda su fuerza de voluntad, nuestro ejemplo de superviviente nato se aferra a la vida como lo hubiese hecho un animal: se arrastra al otro lado, apoyándose en los codos y las rodillas.

Al cabo se hace de noche: a lo lejos ve, con la última luz, un monte de abetos cargados de nieve. Comprende que entre los árboles las condiciones serán un poco mejores que allí en el yermo, y repta como un gusano hasta ellos.

Al pie del más grande de todos excava en la nieve una cueva. La cubre con su paracaídas a modo de techo, se acurruca en ella, y descubre con delicioso agradecimiento que de inmediato la temperatura se eleva varios grados con respecto al exterior. Se sienta sobre la mochila vacía del paracaídas para no presionar sobre los tobillos, y se dispone a dormir.

Pero necesita más temperatura. Toma sus documentos personales y militares, la foto de su madre y los dólares que lleva encima, y con sus cerillas prende un pequeño fuego, que alimenta más tarde con trocitos podridos del árbol bajo el que se alberga. La temperatura exterior es de 10 grados bajo cero, pero el agujero de Steeves está mucho más caldeado.

Por fin, cómodo y caliente, consigue conciliar el sueño.


Amanece. Steeves no se va a convertir en el superviviente perfecto si la naturaleza no le impone algunos otros obstáculos: de tal modo, por la mañana la temperatura desciende bruscamente y comienza a nevar.

El piloto se da cuenta de que aún la regla de salir por sí mismo cuando nadie lo busca debe tener sus excepciones, y dictamina que ésta es una de ellas. Decide quedarse a esperar que el tiempo mejore. Una ventisca sin duda lo matará si lo sorprende al raso.

Y tiene razón. Se envuelve en el faldón de su paracaídas y, quemando leña menuda, se queda en su refugio dos días y dos noches más. Come nieve, pero la calienta en la boca antes de tragarla. Sabe bien que la nieve sólida acrecienta la sed y es muy nociva, porque quema las paredes del esófago y el tubo digestivo.

Finalmente, la tormenta amaina. Al tercer día, Steeves comprende que debe continuar, pero tiene los tobillos tan hinchados que cojea espantosamente.

El camino se convierte en una tortura: su avance es tan lento que el muchacho comienza a dudar de sus posibilidades de éxito. Pero sigue adelante. Cada noche cava un hoyo, se cubre con su paracaídas e intenta dormir.

Luego de tres días de renguear en medio de la desolación, llega a otro monte o bosquecillo, cuyas ramas le permiten encender su primer fuego de importancia. Allí puede descongelar y secar sus guantes y sus ropas por primera vez, y dormir doce horas de un tirón.

A la mañana siguiente encuentra un arroyo. Sabe que los seres humanos viven junto a los cursos de agua, de modo que lo sigue. Al poco tiempo encuentra un sendero —obra del hombre— y, alborozado, intenta apurar su marcha. Pero de pronto comienza a nevar con fiereza, y Steeves se pierde una vez más en la tormenta.

Trepa grandes bloques de piedra, atraviesa montones de hielo y casi siempre lucha con la nieve a la altura de la cadera.

Los tobillos le duelen cada vez más. No ha comido.

Han pasado 14 días desde su accidente.


Al fondo de un claro Steeves descubre una cerca: primera señal de actividad humana luego del sendero perdido. Está en una zona de picnic para los turistas que llegan hasta allí en el verano.

El encargado del mantenimiento no ha hecho un buen trabajo, y en los cubos de basura se amontonan las latas vacías.

Steeves procede a una minuciosa inspección de las mismas, y en el fondo de una de ellas encuentra restos de mermelada congelada, que raspa con su cuchillo y devora con desesperación. Es el primer alimento que toma en dos semanas.

Steeves continúa caminando durante cuatro horas más y, ya en medio de la penumbra del anochecer, descubre una forma oscura y ominosa. Se acerca y comprueba que es... ¡una cabaña!

El hombre se arrastra hasta la puerta, pero descubre con desesperación que la puerta está cerrada con llave. Hace entonces una comparación costo/beneficio: su pistola tiene sólo siete balas, y estima que puede necesitarlas más tarde. No gastará municiones en la cerradura. Se pone a trabajar sobre la puerta con su cuchillo, pero está tan débil que forzarla le toma tres largas horas de duro batallar.

Es un refugio para andinistas o paseantes extraviados: lo primero que Steeves ve cuando abre la puerta es un armario rotulado "Alimentos".

Con lágrimas de agradecimiento, espanta a las docenas de ratas que corren por toda la habitación y registra los estantes. Encuentra una lata de arvejas, una lata de corned beef, una lata de tomates, media lata de arvejas secas, un tercio de lata de arroz, dos paquetes de gelatina, media caja de terrones de azúcar, cubitos de caldo deshidratado, té, ketchup y veinte especias diferentes.

No es mucho, pero Steeves no quiere arriesgarse: sabe que los organismos se acostumbran al ayuno, y que una sobrecarga repentina de alimentos podría matarlo. No ha pasado lo que ha pasado para morir allí, en aquella cabaña, como un perro indigestado.

Con la punta de la lengua prueba el ketchup, y su estómago parece tolerarlo. Con su cuchillo abre la lata de arvejas frescas y come una. Su primera comida verdadera luego de tantos días es, pues, un plato de arvejas masticadas y tragadas una por una, alternando cada una con un ligero sorbo de ketchup. Se detiene e interroga a su aparato digestivo: lejos de quejarse, su estómago acepta agradecido el alimento.

Aunque el instinto y la larga abstinencia lo impulsa a devorar todo de una vez, su férrea voluntad lo hace contenerse y guardar el resto para cuando el cuerpo haya tenido tiempo de digerir la primera porción. Arvejas con ketchup. Luego comeremos lo demás.

Mientras tanto, explora su nuevo refugio. Encuentra tiendas de campaña roídas por los ratones, y se acurruca sobre ellas. Pone a su alcance agua y alimentos y, encomendándose a todos los dioses, da comienzo a la operación más espantosa que le ha tocado afrontar en todo el curso de su pesadillesca aventura: tiene que quitarse las botas por primera vez.

Centímetro a centímetro, comienza a descalzarse. El dolor lo hace gritar: libres de la presión del calzado militar, los tobillos comienzan a hincharse ante sus ojos. En instantes se convierten en dos globos rojovioláceos que ocupan desde la planta del pie hasta la mitad de ambas pantorrillas.

Steeves no resiste más: se acurruca gimiendo bajo las lonas e intenta dormir para olvidarse del dolor.

Entonces llega la fiebre: durante dos días Steeves se escapa hacia el mundo del delirio y los temblores. No sufre, pero también está a merced de la muerte. En sus pocos momentos de lucidez se obliga a comer. Quiere estar más o menos recuperado si la muerte decide respetarlo. Quiere salir de allí. ¡Quiere vivir!


Se despierta definitivamente al tercer día. Sale de la cabaña y, para su desesperación, descubre que ha nevado todos los días en que él estuvo enfermo. Sin embargo, la abundancia de nieve le evita desandar todo el camino hasta el arroyo para buscar agua.

Encuentra fuera de la cabaña una parrilla, y allí pone a cocer un plato de arroz. Mientras tanto, explora la choza y encuentra un mapa. Observarlo detenidamente le produce el efecto de un mazazo en la nuca: se encuentra en una cabaña aislada en medio de una meseta a 1.800 metros de altitud, pero rodeada por completo de cadenas montañosas de 3.600 metros. En todo el mapa no hay indicada ninguna población.

Sin dejar que el desespero haga presa en él, duerme toda la noche y, por la mañana, toma el resto de sus franciscanas provisiones, el mapa, sus armas, papel y leña menuda, y se pone de nuevo en camino. Sus tobillos están mejorando, aunque aún cojea mucho. Va a seguir el arroyo, que tarde o temprano lo conducirá de vuelta a la Humanidad.

A los cien metros el camino está obstruido: tendrá que vadear el río. Se desnuda, se ata las pertenencias a la espalda y se mete en el agua helada. Pero la corriente es demasiado fuerte: Steeves trastabilla, pierde pie y es arrastrado por la corriente, que lo arroja por una cascada de tres metros de altura. Afortunadamente evita golpearse la cabeza, y consigue alcanzar la otra orilla. Los fósforos, bien envueltos en el interior de su mono de vuelo, permanecen secos. David enciende fuego, seca sus ropas empapadas y sigue caminando.

Un día más. Pero Steeves no tiene suerte: su camino está obstruido una vez más. Ahora es la inescalable pared de un acantilado la que le cierra el paso. No puede seguir.

El piloto mira el cielo: se prepara otra gran tormenta. Regresa a la cabaña justo antes de la primera nevada, y se consuela comiéndose los tomates que ha dejado allí por precaución.

Afuera rugen el blizzard y la tormenta, y Steeves debe permanecer encerrado cinco días más. La comida va a acabársele. Teme morir de hambre.

Pero decide no permitir que eso suceda: encuentra un libro de cocina y lo lee y relee hasta sabérselo de memoria. Mientras espera a que pase la tormenta, descose algunas carpas, trenza hilos con ellas, desclava unos ganchos de la pared y se construye un primitivo equipo de pesca. Con una rama se hace la caña y, cuando al sexto día el tiempo mejora, se encamina al río. Busca un árbol podrido, encuentra bajo la madera algunas larvas que utiliza como carnada, y en pocos minutos atrapa una trucha de 15 centímetros.

El problema de la alimentación está resuelto: Steeves se acostumbra a ir al río dos veces al día, y obtiene una cosecha de dos a cuatro truchas por visita. Se deleita cada día con las hermosas truchas, que asa fuera de la cabaña "al spiedo", ensartadas en un palo y girando sobre el fuego.

Pero no le alcanza. Comprende que deberá variar su pitanza o morirá.

Corta una rama bífida, hace con ella una horca y se dispone a construir una trampa.

Steeves ha nacido en un pueblo y ha vivido toda su vida en una gran ciudad de California. Todo lo que sabe de supervivencia se lo han enseñado en la Fuerza Aérea, pero esas lecciones no incluyen el diseño de trampas eficientes.

Sin embargo, sigue a su instinto y a su sentido común.

Ata la rama, curvándola hacia el piso, y la sujeta a un cordel que termina en el gatillo de su pistola. Bajo la rama coloca un bloque de sal que encuentra en la cabaña. Si un animal grande (una corza o venado, por ejemplo), mueve el bloque de sal, la rama se enderezará como un látigo y la pistola se disparará. Es una obra maestra del ingenio y la improvisación.

Steeves prueba la trampa —aquí sí cree valioso desperdiciar una bala—. El disparo va a parar a un tronco ubicado justo encima de la piedra de sal.

Pero teme que no funcione, o que el animal salga herido y se aleje fuera de su alcance. Bajo unas tablas del piso de la cabaña halla unos cartuchos de dinamita, y los ubica en el tronco del árbol, justo donde ha pegado el proyectil. Monta la pistola y se retira.

El primer día no sucede nada.

El segundo día tampoco.

Al tercer día, cuando hacía 48 horas que no conseguía pescar nada, Steeves se acerca renqueando hacia su trampa y encuentra en ella a un ciervo, casi pulverizado por la dinamita pero aún comestible en su totalidad.

Se alimenta de su carne durante cinco días enteros. Esta vez decide comer todo lo que pueda. Comprende que el tiempo se le acaba, y que si la próxima nevada dura quince días, estará tan muerto como lo cree el forense militar.

Sus temores acerca de la trampa se hacen realidad: mientras le duran las municiones, arma la trampa cada día, y cada día encuentra huellas de sangre —porque los animales necesitan la sal, muy escasa en el suelo de la región— pero sólo quedan heridos y se arrastran a los montes antes de que él llegue hasta ellos. Nunca más obtiene nada de carne.


Han pasado 30 días de suplicio. La primavera pronto dará paso al verano, y una hierba rala comienza a brotar del suelo en descongelación. David come hojas, raíces, cardos y pequeños caracoles que aliña con los condimentos que encontró en la cabaña. Cuando puede, complementa esta dieta con pescado fresco.

Pero ve que eso no es la solución. Percibe que cuando se cansa no recupera las fuerzas, y se da cuenta de que está, poco a poco, muriendo de inanición. Tiene que continuar. Si no lo hace, cuando lleguen los primeros acampantes veraniegos encontrarán el cadáver de Steeves en la cabaña. Debe irse, y debe hacerlo ahora.


Como el camino río abajo está bloqueado, se dirige montaña arriba, donde descubre un desfiladero de granito que atraviesa las montañas a 3.000 metros de altura. Come bayas, frutillas silvestres y grosellas, y pescado seco que se ha llevado como reserva.

Consigue pasar al otro lado de la cadena montañosa, pero pierde pronto la noción del tiempo. El paisaje siempre es igual, y él no ha llevado la cuenta de los días.

Una mañana alcanza una gran cima, come dos pescados y encuentra un sendero que conduce a un valle. Está contento, porque sabe que no encontrará a nadie en las alturas. Si hay un ser humano cerca, estará en uno de los valles.

Por la tarde de ese mismo día descansa nuevamente. Cuando se dispone a comer unas cerezas, oye una voz femenina: "¡Eh! ¿Qué hace usted aquí?"

Steeves no sabe si está alucinando. Se vuelve, incrédulo, y ve a una mujer a caballo que se le acerca al galope. Detrás de ella, varios otros jinetes.

Lo que esa gente ve es un hombre barbudo y sucio, extremadamente delgado, con los pies torcidos, que cojea horriblemente al caminar.

Steeves ve, en cambio, a los ángeles salvadores que ha esperado durante tanto tiempo.

"¿Qué día es hoy?", pregunta llorando. "Nueve de julio", le dicen. Él hace la cuenta. Ha pasado 54 días perdido en las montañas.

La gente lo lleva a un hospital, y Steeves se repone satisfactoriamente.

En los 54 días de su odisea, ha caminado en total 160 kilómetros, ha salvado a pie diferencias de altitud de 1.500 metros en un solo día, ha atravesado un desfiladero de 3.000 metros de altura... ¡y sólo ha perdido 20 kilos de peso!

Insisto: no es poca hazaña para un hombre "muerto".


A poco que se repuso, El General de la Fuerza Aérea Curtis LeMay ordenó a Steeves presentarse en el Centro de Supervivencia de Stead para explicar a los profesores cómo había conseguido sobrevivir a su suplicio, cómo había conseguido convertirse en el "superviviente perfecto".

Steeves obedeció, y en sus conferencias quedó concluyentemente demostrado que cuando no queda ninguna esperanza de recibir ayuda externa, la inteligencia, el coraje, la obediencia a los instintos y al sentido común, la decisión de escapar del peligro por sí mismo y una metálica voluntad de vivir son herramientas capaces de salvar la vida aún a un hombre condenado.


Pero, tristemente, la pesadilla del teniente Steeves no había terminado.

El avión entrenador de Steeves, el excelente T-33A, era la versión biplaza del célebre T-33 Silver Star, una especie de arma mortífera temida por todos y especialmente por los coreanos. Cada piloto de T-33 de la Guerra de Corea, había derribado en promedio 20 aparatos enemigos. A los estadounidenses les constaba que nadie había obtenido un T-33 intacto, por lo que rusos y chinos se morían por poner las manos en uno de ellos.

Pero ¿dónde estaba el avión de Steeves? Una vez reaparecido el piloto y a pesar de la alegría de su joven esposa, madre, amigos y parientes, la Fuerza Aérea comenzó a sospechar que el primer teniente ocultaba algo.

Primero: a su regreso estaba en demasiado buen estado físico. Ellos esperaban, al menos, algunos dedos congelados o una pierna amputada, pero Steeves estaba casi ileso. Y nadie sobrevivía 54 días en la primavera de la sierra con sólo dos tobillos torcidos.

Segundo: ¿Dónde diantres estaba el T-33? Con la "resurrección" del piloto, la aviación intensificó la búsqueda de los restos del aparato. Hubiese sido mejor no tener ni piloto ni avión, en realidad. Avión sin piloto ya hubiese sido suficientemente malo, pero piloto sin avión era mil veces peor.

Es exacto decir que buscaron al Lockheed mucho más tiempo que al infortunado muchacho, pero la nave nunca apareció.

Entonces, la picadora de carne de la justicia militar se preparó para destrozar a Steeves y escupir los fragmentos de sus huesos.


¿Por qué? Se preguntará el lector. Y la pregunta es lógica.

Para comprender por qué hay que entender la época y el contexto. Era 1957, la Unión Soviética y EEUU estaban enfrascados en el momento más álgido de la Guerra Fría, y un piloto norteamericano había despegado de una base junto al Pacífico montado en un avión brillante, que el enemigo ansiaba desmontar para reproducir su tecnología.

El piloto decía haberse estrellado, y casi dos meses después reaparecía con vida. Sin embargo, no sabía dónde había capotado el avión.

¿Por qué no pensar que lo había vendido a los rusos? Que mostrara el avión, y santo remedio.

Pero Steeves no podía hacer eso: al sentirse liberado del peso del asiento y del piloto, el T-33 había trepado, había pasado por encima de la montaña, y se había estrellado en algún lugar fuera de su vista.

El Satuday Evening Post publicó que la historia de Steeves estaba llena de discrepancias, y la Fuerza Aérea comenzó a investigar a su propio héroe.

Se lo presionó, se lo amenazó, se lo torturó psicológicamente para que dijese qué había hecho con el avión.

Pero él no podía ayudarlos. ¡Porque no lo sabía!

Se le formó un tribunal militar y se le juzgó. La Fuerza Aérea, ahora en serio, lo consideraba un traidor y un desertor que había vendido su avión a los soviéticos. A pesar de que el fiscal no pudo encontrar evidencia de estos hechos, y por consiguiente Steeves fue declarado inocente, es obvio que su carrera militar quedó arruinada. ¿Quién iba a confiarle un avión una vez más? Nadie, y un piloto sin avión es como un marinero en medio del desierto. No sirve para nada.

La esposa de Steeves no soportó la presión y lo abandonó. Los diarios lo acusaban de ser un espía ruso. Su carrera se arruinó y su vida personal se convirtió en un infierno.

Desesperado, Steeves solicitó la baja, y la Fuerza Aérea se la concedió con gusto. Ya no era más soldado, pero igual trataría de ganarse la vida como piloto.


Se convirtió en piloto comercial y diseñador de paracaídas, pero no estaba conforme con eso... Deseaba limpiar su nombre. Quería que se reconociera que habían cometido una espantosa injusticia con él. Quería encontrar su avión.

Steeves pasó los siguientes ocho años de su vida explorando la Sierra Nevada en sus ratos libres. Sacó fotos aéreas, contrató guías expertos, pasó cada una de sus vacaciones explorando palmo a palmo las áreas donde se creía que podía haber caído su avión.

En vano. En vano. En vano.

En 1965, David Steeves, el superviviente perfecto, el hombre que había vencido a la ventisca, a las montañas, al viento, al frío, al hambre y a la nieve, se mató en un accidente de aviación mientras trataba de probar uno de sus diseños de paracaídas. Fue sepultado por segunda y definitiva vez cuando sólo tenía 31 años.


Cuando Steeves, nuestro superviviente perfecto, llevaba ya 12 años en la tumba, un grupo de boy scouts salió de excursión con sus jefes y su guía. Era el verano de 1977, y se dirigían al Parque Nacional Kings Canyon. Allí, entre unos arbustos, uno de los niños observó un extraño brillo.

Al acercarse, vieron que era una brillante placa de plexiglás como las que se usan en los parabrisas de los aviones. El jefe del pelotón la rescató, y vio que llevaba grabada la sigla USAF y un número de serie. Era en realidad la placa de vidrio de un avión militar.

De inmediato notificaron a la Fuerza Aérea. Los militares organizaron una búsqueda, y a pocos kilómetros del lugar del hallazgo encontraron un T-33 destrozado, estrellado y oculto en una hondonada estrecha.

El número de serie correspondía al avión de David Steeves, que después de muerto conseguía disipar de esta manera las sospechas de traición y bajeza de que se le había acusado en vida.

Kings Canyon se encuentra a más de 80 kilómetros del sitio donde Steeves fue rescatado, cerca de Fresno, más allá del Parque Nacional Sequoia. ¿Cómo es esto posible?


La eyección del asiento del T-33 se produce mediante una granada ubicada bajo el asiento del piloto. La explosión de la misma libera una gran carga de gas inerte altamente comprimido que arroja al asiento y al piloto fuera del avión, llevándose por delante y arrancando el techo de la cabina (ver fotos).

Como se comprenderá, el asiento es de acero, porque de otro modo la detonación en sí misma mataría al aviador.

El caso es frecuente en la historia de los accidentes aéreos: súbitamente liberado del peso del piloto, el asiento y la cubierta de la carlinga (en total, más de 200 kilos), el T-33 trepó la proa y se elevó por sí mismo. Siguió volando desde el sur de California hasta la Sierra Nevada Central sin su piloto, y sólo cayó a tierra cuando se le terminó el combustible.

Si hubiese sido un avión más antiguo, pongamos por caso, un bombardero construido con tela y madera, hubiese incluso aterrizado por sí solo. Se han documentado cientos de casos similares.

Es por ello que la Fuerza Aérea podría haber pasado siglos buscando al aparato en la parte sur de la Sierra Nevada sin encontrarlo jamás. Sencillamente, no estaba allí.


De este modo, David Steeves, el hombre que triunfó sobre la muerte y que cayó luego víctima de los malpensados y perversos, consiguió limpiar su nombre después de muerto y se convirtió así, gracias a su gran hazaña, en modelo soberbio de "superviviente perfecto".

Más datos:
(Traducido, adaptado y ampliado por Marcelo Dos Santos de www.aviation-history.com y de otros libros y sitios de Internet)

Vuelvo a repetir que lo he copiado de aquí: http://axxon.com.ar/zap/254/c-Zapping0254.htm

Y el primer sitio en que leí de esta historia, fue aquí: Menéame: el superviviente perfecto

sábado, 5 de abril de 2008

Un delito imaginario

¿Haríamos algo si supiéramos que personas inocentes están siendo encarceladas por un delito imaginario? ¿O miraríamos hacia otro lado, mientras no nos afecte? Me propongo mostrar en las siguientes líneas que el delito de posesión de pornografía infantil no es un delito real, sino imaginario. Y que el verdadero delito, lo que hace daño real y debería condenarse, es quienes abusan de los niños, o toman imágenes o vídeos de dichos abusos haciendo negocio con ello. Condenar a quienes no hacen un daño real es no solamente una injusticia, sino algo irracional. Y este es el tema en el que voy a reflexionar, sopesando los argumentos típicos, desmontando los tópicos, y tratando de expresar un poco de sentido común entre tanta superstición irracional.

Hechos incontestables:

- Los abusos son algo execrable, y cuando se trata de abusos a niños es todavía mucho más horrible.

- Todos estamos de acuerdo en que tales abusos tienen que ser impedidos y duramente castigados. En este punto no hay vuelta de hoja.

- Quienes toman fotos o hacen vídeos de tales abusos son casi tan responsables como los ejecutores de los abusos en sí, dado que viendo lo que sucede, se limitan a tomar las imágenes en lugar de impedir el delito.

- Por si fuera poco, existe el comercio con este tipo de imágenes, y quienes hacen negocio con algo así deben ser también castigados duramente, pues promueven los delitos anteriormente mencionados: al haber negocio con beneficios, eso conduce a que se realicen más delitos parecidos para venderlos igualmente.

- Quienes compran dichas imágenes también están promoviendo que continúen este tipo de actividades, por tanto también es un delito que es lógico que sea castigado, aunque aquí ya hay un matiz: ni de lejos es tan grave el que solamente compra imágenes, que quienes las realizan o que quienes realizan los abusos reales. Por lo tanto, el castigo mayor debe recaer en los abusadores reales (los que hacen el daño directo). Después de éstos, los siguientes son quienes pudiéndolo impedir, no hacen nada y se limitan a tomar imágenes. Tras estos, los siguientes en gravedad son quienes venden dichas imágenes. Luego, quienes las compran también están fortaleciendo esta cadena, por lo que deben cumplir algún castigo cuando sean capturados (un castigo fuerte pero ni de lejos tan serio como el castigo que se debe imponer al violador o abusador real). Y finalmente, están quienes han descargado por internet alguna imagen de pornografía sin pagar por ella. Este último caso es el que es objeto de reflexión en este artículo.

Una vez enumerados los puntos esenciales, vamos al meollo del asunto. Dije que la mera posesión de pornografía infantil, a secas, sin pagar por ella, es un delito imaginario. ¿Por qué afirmo algo así? Para empezar, debemos tener claro que para que un delito exista, debe haber algún tipo de daño, algún perjudicado debido a dicho delito. ¿Hace algún daño quien simplemente ha hecho algunos clicks en su PC? ¿O más bien le hacemos pagar por los daños que han cometido otros individuos? Vamos a analizar esto más detenidamente:

Naturalmente que hay casos en los que se puede hacer daño a distancia, "a través de unos simples clicks en un PC", tenemos el ejemplo de los estafadores a través de internet, o de quienes atacan con virus informáticos. Pero en el caso del que hablamos, el de la pornografía infantil no pagada, ¿se hace algún tipo de daño debido a la mera contemplación de tales imágenes? La respuesta es un rotundo no, pues no hay una conexión causal entre la contemplación de tales imágenes y el daño a ningún niño; pero vamos a sopesar algunos de los argumentos que he visto en comentarios de lectores en webs informativas o en foros, tratando de sacar algo en claro ante cada justificación de esta irracional culpabilización:

Justificaciones:

"No podemos ser débiles ante casos así, debemos ser muy duros y castigarles severamente para proteger a los niños"-> ¿Y por qué castigar "severamente" a quien no ha dañado a ningún niño? ¿Por qué no centrar nuestros esfuerzos en capturar a los auténticos responsables? Es más difícil, sí, pero también es más difícil atrapar a los narcos que a los drogadictos, y no por ello nos conformamos con castigar duramente a los drogadictos por los delitos cometidos por los narcotraficantes. Además, no se protege a los niños culpabilizando a los inocentes, sino encontrando y encarcelando a los culpables, a quienes sí abusan de los menores de edad.

"El que la hace la paga, y bien duro, y si no, que no la haga"-> Con esto estoy de acuerdo pero debe aplicarse a los culpables, y no a los que no han abusado de ningún niño. Repito: no hay conexión causal entre quien contempla imágenes en su PC y los niños abusados.

"Visionar este tipo de imágenes fomenta el que se siga abusando de menores para distribuir sus imágenes"-> Esto es falso en los casos que estamos hablando (cuando no se paga por las imágenes). Diferente es el caso de quienes pagan por imágenes así, pues al dar dinero por ellas sí se fomenta este tipo de mercado, haciéndoles posible el negocio a quienes se lucran con este tipo de atrocidades. Pero si no se paga nada, no hay incentivo práctico para que hagan negocio con ello, con lo cual quien simplemente contempla las imágenes no tiene responsabilidad en abusos a menores. La responsabilidad de los abusos, obvio es decirlo, es de quienes abusan. No se arregla nada haciendo pagar a quienes no han abusado de nadie, por los delitos de quienes sí han abusado realmente. Debemos desear la detención de los abusadores reales, no de quienes no han abusado.

"Se empieza por ver pornografía infantil y se termina abusando de menores"-> Este argumento propone que castiguemos a alguien por los delitos que podría cometer en el futuro, y no por delitos reales del presente. Además, tras múltiples estudios en psicología sobre el tema, no parece estar nada claro que lo que alguien ve en imágenes acabe llevándolo a la realidad. Es un debate que durante años se ha mantenido en torno a si las películas violentas, los cómics, los videojuegos, etc, podrían conducir a que los ciudadanos se volvieran más violentos. Pero no parece ser el caso, de hecho podría suceder al contrario: que ver juegos, imágenes, películas, etc contribuyera a apaciguar ese tipo de actitudes, en lugar de aumentarlas. En cualquier caso, la gente violenta me temo que lo será independientemente de lo que vea o deje de ver, y las personas pacíficas lo seguirán siendo incluso si les gustan las imágenes virulentas o el cine de terror. En el caso de quienes ven imágenes pornográficas (sean de menores o no), eso no significa que estas personas vayan a acometer lo que vean en tales imágenes. Las noticias de televisión también nos han expuesto a todos alguna vez a contemplar imágenes atroces, incluso auténticas salvajadas (a veces camufladas bajo el rótulo de "barbaries de la guerra"), y no por eso quienes hayan visto tales imágenes se han vuelto más violentos (ni menos) de lo que ya eran. Y de todas maneras, no es razonable culpabilizar a nadie por delitos que no ha cometido. Claro, podría cometerlos en un futuro (eso es indemostrable en un sentido u otro), pero todos los humanos podríamos ser potencialmente peligrosos y no por eso vamos a encerrarnos todos en la cárcel, ¿no? Lo razonable, para ser coherentes, es castigar a quienes cometen delitos, y no a quienes pensamos que podrían llegar a cometerlos. Porque en ese caso estaríamos castigando a estas personas por nuestros pensamientos, por nuestras sospechas, por nuestras imaginaciones, y no por delitos reales. Como dije, se trata de un delito imaginario.

"Bueno, a fin de cuentas es un pederasta/pedófilo, ¡que se joda, haya abusado o no!"-> Aquí encontramos la actitud más claramente irracional de quienes no sólo confunden los términos (pedófilo y pederasta no es lo mismo, el pederasta es el abusador de menores, mientras que el pedófilo es quien siente atracción por ellos, y no necesariamente abusa de ellos; en cuanto al poseedor de pornografía infantil, no sólo no es un pederasta por ello, sino que a veces ni siquiera se trata de pedófilos -en otra sección más abajo tocaré estos matices), sino que les importa un pepino si la persona acusada es culpable o no. El razonamiento es la pura expresión del odio: si es un pedófilo (si le gustan los niños), ¡a la cárcel!, tanto si abusa de niños como si no. Esta actitud de castigar a una minoría -sin que hayan cometido delitos, sino por su orientación sexual- está más extendida de lo que parece, y se asemeja al odio que el partido nazi insufló a la población alemana contra los judíos: ¡son malos porque sí, aunque no hayan cometido delitos! Esta actitud tan irracional merece ser profundizada en el siguiente apartado.

Adónde nos conduce la irracional actitud de pedir la cabeza de inocentes en lugar de indignarnos solamente con los culpables:

Este disparate de aceptar la sustitución de los abusadores reales (auténticos criminales, en quienes deberían centrarse nuestros esfuerzos) por estas otras personas que no han abusado de nadie pero son más fáciles de capturar es una muestra de irracionalidad, poco rigor e incoherencia de pensamiento. Y en nada ayuda a los niños abusados detener a quienes no abusan de ellos.

Hay ejemplos de los absurdos que llegamos a cometer cuando concedemos más importancia a las palabras (¡pedófilo!, ¡pederasta!) que a los hechos. En el año 2000 un grupo de personas, sin duda bienintencionadas pero víctimas de esta ceguera irracional, amenazaron a un pediatra y asaltaron su domicilio por una mera cuestión de confundir términos: confundieron la palabra "pediatra" con "pederasta"... ¡A esto nos lleva cuando le damos más importancia a las palabras (prejuicios, imaginaciones) que a los hechos!

Un ejemplo menos exagerado pero más usual, es el de una noticia reciente en Canarias acerca de la primera condena en Canarias por compartir pornografía infantil a través del Emule (Canarias7.es). En este caso sí se trata (a juzgar por la sentencia) de alguien que poseía pornografía infantil, pero llama la atención que a este joven (21 años tiene ahora, tenía 19 y 20 años en el período en el que le acusan de haber cometido esos hechos) le condenen a 6 años de cárcel (¡sin haber tocado siquiera a un menor!) y en cambio, por poner un ejemplo, al asesino de Mari Luz se le había puesto una condena menor (2 años y nueve meses) por el abuso que tiempo atrás había cometido sobre su propia hija. ¡Cómo podemos ser tan horrorosamente incoherentes de condenar a 6 años a alguien que no ha abusado de ningún niño, y en cambio sólo se condena a 2 años y pico a quien ha abusado de su propia hija!

A este chico de 21 años se le ha condenado por "prostitución y corrupción de menores" (entre comillas lo copiado de la sentencia), cuando los hechos indican que no ha abusado de ningún menor, ni los conocía siquiera. Pero al descargar imágenes horribles con el programa Emule, el Emule compartió esos archivos y se le acusó por tanto de distribución de esas imágenes de pornografía infantil. Parece el sino de los internautas en situaciones así: como el programa Emule comparte mientras se baja cualquier archivo, la acusación de posesión y la de distribución vienen ambas unidas en el mismo lote.

Por terribles que puedan ser esas imágenes (y a juzgar por la lectura de la sentencia, lo son) no debemos olvidar que en algún lugar del mundo, alguien cometió en forma real y directa esos crímenes, y es a estos pederastas, abusadores reales y terribles, a los que tenemos que frenar y castigar. No critico al juez en este caso concreto, pues se limitó a cumplir la ley. Pero aquel cambio que hicimos en esta ley, cuando decidimos que la mera posesión de pornografía fuese delito, fue la semilla que produce cientos de entuertos a numerosos internautas. Aquel cambio en la ley creó un delito imaginario, por el que siguen pagando decenas y centenas de internautas, muchos de los cuales ni siquiera son pedófilos (larguísimo ejemplo en este foro), aunque la cuestión no es que sean pedófilos o no, sino que no hayan cometido daño alguno y se les condene por delitos imaginarios, producto de la histeria social de las últimas décadas.

Ambigüedades mortales:

La falta de rigor a que me refería, cuando mezclamos unos términos con otros, produce daños a inocentes y sin beneficio alguno ni para los niños ni para la sociedad. Es, pues, un daño inútil e irracional. Convendría entonces aclarar conceptos y deshacer las ambigüedades. Expondré dos cuestiones básicas: por un lado la distinción entre pedófilo, pederasta, y poseedor de pornografía infantil, y por otro lado comentar la mala idea que tuvimos al mezclar conceptos como el de "pornografía infantil" con el de "pornografía ilegal" o "pornografía de menores".

Pedófilo (=paidófilo): que siente atracción erótica o sexual hacia niños o adolescentes (según la RAE).
Pederasta: que comete abuso sexual con niños (según la RAE- Real Academia Española).
Poseedor de pornografía infantil: quien posee imágenes de este tipo; a veces quienes descargan imágenes así lo hacen por mera curiosidad, sin ser paidófilos.

No hace falta ser un Einstein para darnos cuenta de que de estos tres casos, el que comete delito es el pederasta, y es el que debería ser castigado. Las actitudes o instintos de los otros dos pueden desagradarnos más o menos, pero no podemos castigar (legalmente) a alguien mientras no cometa delitos, mientras sus acciones no perjudiquen a nadie, ¡y eso por mucho que nos desagraden sus gustos o acciones!

No es casualidad que la RAE incluya en la paidofilia la atracción hacia niños o adolescentes, y en cambio en la pederastia sólo menciona el abuso sexual hacia niños. Esto se debe a que en España la edad del consentimiento sexual es a los 13 años, de modo que cuando el adolescente (de 13 años en adelante) consiente en mantener relaciones sexuales, no existe delito alguno. En cambio con menores de 13 años es delito incluso si consienten, pues no se les considera capacitados para dar responsablemente su consentimiento y por eso la ley considera como abuso toda relación de tipo sexual entre un menor de menos de 13 años y un adulto. Es importante conocer estos matices de la ley, pues no podemos castigar (legalmente) a nadie si lo que hace no infringe ninguna ley. Puede que no nos guste el novio adulto de nuestra hija de 17 años, pero por mucho que nos desagrade, este problema debemos tratarlo con nuestra hija, y no con un juez, ya que al tener la hija más de 13 años, es legal que dé su consentimiento al novio, si lo desea, y también es legal (¡cómo no!) que los padres hablen con ella para convencerla de que sea responsable, o que entre en razón.

Vamos a abordar el otro tema que contenía ambigüedad:

Pornografía infantil: Según el artículo 189 del Código Penal, donde se trata el delito de Pornografía infantil, nos encontramos con el problema de que se mete en el mismo saco tanto la pornografía de niños como la de adolescentes de menos de 18 años. Digo que se mete en el mismo saco porque aunque las condenas son diferentes (cuando se trata de menores de 13 años eso se considera un agravante y el castigo es mayor), no obstante ambas franjas de edad están incluidas en esta misma categoría de "pornografía infantil", y son consideradas ambas como pornografía ilegal (poseerla es delito, lo que yo llamo un delito imaginario -pues no se daña a nadie-, pero hoy por hoy, con la actual ley, es delito).

Por lo tanto, el poseedor de pornografía infantil es aquel que posee imágenes de menores en actitud exhibicionista o pornográfica, siendo delito con los menores en general (menores de 18 años) y mucho más grave cuando se trata de menores de 13 años. El poseedor de tal pornografía no es un abusador por el mero hecho de poseer pornografía, y no debe confundirse con los abusadores reales. Desgraciadamente la ley castiga este delito "imaginario", en mi opinión esto es un grave agujero para un Estado de Derecho y ojalá un día se corrija este error, castigándose solamente a quienes realizan daños, o sea, a quienes cometen delitos reales. Del mismo modo que no castigamos a los drogadictos por consumir drogas (¡y eso que ellos sí que pagan por las drogas, contribuyendo de un modo causal al negocio de los narcotraficantes!), tampoco me parece correcto que criminalicemos a aquellos que consumen pornografía infantil sin cometer daño alguno.

La crucifixión de los internautas:

El problema de los delitos imaginarios es que, a medida que aumenta la histeria social, las reacciones son más exageradas. Actualmente se han llegado a requisar equipos informáticos que no contenían nada de pornografía infantil, o de desprevenidos internautas que bajaron un fake por error y tardaron en borrarlo. Se ha llegado a dar el caso de, al no haber conseguido la policía ninguna imagen de pornografía en el PC del "sospechoso", entonces apretarle las tuercas usando cualquier resquicio remotamente relacionado, como por ejemplo acusarle de poseer (y distribuir, pues en los p2p va todo a la vez) pornografía infantil cuando lo único que hay realmente es pornografía convencional con mujeres adultas. Suena a broma, parece absurdo, pero revisad este link: Una forense confunde a actrices porno adultas con niñas de 12 años, y se sigue adelante con el juicio contra un internauta. Es un caso esperpéntico, supongo que cuando llegue el día le absolverán de estas absurdas acusaciones, pero el año y pico de sufrimiento que lleva este internauta no se lo quita ya nadie, y sin haber cometido delito alguno, ¡ni siquiera el imaginario delito de poseer pornografía infantil! Hasta ahí llegan las consecuencias de esta irracional paranoia social, donde todo vale con tal de encontrar culpables ficticios, excepto hacer el esfuerzo de capturar a los culpables reales, ¡tan escurridizos y difíciles de localizar!

La irracionalidad no arregla nunca los problemas:

Arremeter irracionalmente contra los poseedores de pornografía infantil, como si fuesen ellos los culpables de los abusos cometidos contra los niños, es una actitud comprensible para quien conoce la naturaleza humana, pero que no soluciona nada.

A veces tenemos la tendencia a desear que alguien pague por los crímenes que tanto nos horrorizan, sin pararnos a pensar si nuestra actitud es racional o si estamos haciendo más daño que beneficio al mundo, acusando a inocentes por no poder apresar a los culpables. De esta tendencia nacen actitudes como la reflejada en el siguiente grito:

"¡Que este cafre sienta en la cárcel lo que sintieron esos niños abusados!" (comentario que alguien hizo en alusión al joven mencionado más arriba, el chico de Canarias condenado a 6 años de prisión por los archivos que manejó con el programa Emule) -> Mi respuesta, pretendidamente "racional", vendría a ser: ¿Y por qué debe sufrir un inocente lo que han sufrido otros inocentes? ¿No sería mejor capturar a los abusadores? ¿Nos conformamos con castigar a quienes no han abusado, como si hubiésemos capturado a los abusadores reales?

Uno de los aspectos más tristes de esta histeria social es el hecho de haber leído alguna vez en alguna noticia que se acusa también a adolescentes por este mismo motivo (por descargarse pornografía infantil). No han hecho daño a nadie (no como el caso de otros adolescentes agresores) y probablemente su natural curiosidad adolescente, sumada a la paranoia social, les crea ese tipo de situaciones: ser acusados por la misma sociedad que presume de protegerles. ¡Qué paradoja!

Conclusiones:

¿Es un delito la posesión de pornografía infantil en España? Según la ley, sí, es delito. Pero dado que si no se paga por dichas imágenes no se produce daño alguno a ningún niño (ni beneficio para los abusadores), entonces concluyo que al no haber daño el delito es "imaginario": hacemos pagar a quienes no han hecho ningún daño objetivo, por los daños cometidos por otros individuos que suelen escapar a la acción de las autoridades.

¿Es lícito que condenemos a los poseedores de pornografía infantil para escarmentar a los abusadores reales que realizan tales fotos o vídeos? No es lícito, puesto que los que escarmientan son los castigados (los inocentes sobre los que hacemos recaer nuestra rabia), mientras que a los verdaderos culpables les importa poco que haya otros que paguen por sus delitos. No se van a entregar por problemas de conciencia ni nada parecido.

¿Es racional condenar a cárcel a personas que no han producido daño alguno? Es irracional e injusto, de hecho es sorprendente que incluso personas muy inteligentes no se hayan parado a reflexionar sobre este tema, que es una importante laguna en el sistema judicial español.

¿Es exagerado comparar esta situación con la criminalización que hicieron los nazis de los judíos? Sí, es exagerado porque todo lo que se compare con los nazis es exagerado, pero en este caso no es una exageración tan descabellada. Los nazis fueron incomparablemente violentos e injustos (y no sólo con los judíos), llegando a matar sin necesidad de juicios ni de que los "ajusticiados" hubieran cometido delito alguno. Pero salvando las distancias, aunque en este caso no se llegue a tales niveles ni al extremo de matar, la base sobre la que se sustenta esta injusticia es exactamente la misma: la irracional práctica de condenar a inocentes que no han hecho ningún daño objetivo a nadie.

Si es exagerado compararlo con los nazis, ¿con qué otra situación podríamos comparar? Quizás con el mundo de las drogas y el narcotráfico, donde sí impera el sentido común y no hacemos pagar a los drogadictos por los delitos cometidos por los narcotraficantes. El drogadicto no comete delito grave alguno (cuando lo comete, por ejemplo si comete un atraco, se le juzga por el atraco, y no por ser drogadicto), aunque en el caso de los drogadictos sí hay una relación causal entre ellos y el negocio de las drogas, pues las pagan, pero teniendo en cuenta las circunstancias, no les castigamos por ello. En cambio a los poseedores de pornografía infantil que no pagan por sus descargas pornográficas, les castigamos duramente como si ellos fuesen los culpables, cuando en este caso no existe ni siquiera el nexo causal del dinero.

¿Por qué es esto algo tan irracional? Porque se castiga a estas personas sin razones, sin haber cometido daño objetivo alguno. Es algo emocional, rayando la superstición. Se asemeja a cuando en otras épocas se culpaba a los homosexuales o a los herejes de ser la causa de los terremotos, las pestes, o de despertar la ira de Dios. ¿Qué tienen en común todos estos casos? Culpar a alguien por supuestos daños que en realidad no ha cometido.


Minutos de descuento y el pitido final:

Cuando nos acostumbramos a ver como normal que se pisoteen los derechos de los ciudadanos, sucede que de repente empiezan a proliferar delitos imaginados de diversa índole, incriminando a inocentes que no han hecho daño real alguno. Por poner un par de ejemplos:

La Audiencia Nacional embarga bienes y sueldos a cinco acusados por quemar fotos del Rey

La Guardia Civil desobedeció al juez para fabricar el caso contra la clínica de abortos Isadora (de esta noticia, es recomendable leer también -con sus respectivos links- los comentarios 2 y 4 de este hilo de menéame).

Y como reflexión final, mencionaré las lúcidas palabras que en su día pronunció Martin Niemöller y que todavía son aplicables a la época actual:

Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,

Cuando vinieron a buscar a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.

Martin Niemöller, (1892-1984)