viernes, 18 de abril de 2008

El superviviente perfecto

Encontré una historia real que me resultó emocionante y entretenida de leer, así que la pongo aquí para tenerla a mano y para que la lea quien le interese. El título que tiene es "El superviviente perfecto" y es la historia de un aviador que sobrevivió con gran tenacidad a un accidente de aviación, y más tarde pasó de héroe a villano, y tras su muerte nuevamente héroe cuando se descubrieron todos los datos.

Voy a copiarlo directamente del sitio donde lo he encontrado, donde además hay unas fotos amenizando la lectura, por lo cual es recomendable leerlo en el sitio de donde copié.

El superviviente perfecto
por Marcelo Dos Santos

¿Cuál es la capacidad de sobrevivir del ser humano? ¿Cuánto sufrimiento y privaciones puede soportar un hombre antes de sucumbir? ¿Puede la voluntad de salvarse —o acaso el instinto de supervivencia— sobreponerse a una muerte que en cualquier otro ser humano hubiese sido segura e inminente?

Todo ello se estudia intensamente, en especial por parte de las fuerzas armadas de todo el mundo y sus escuelas de supervivencia.

Las conclusiones que se han obtenido indican que aún en las situaciones más letales y comprometidas, un buen entrenamiento, la aplicación del sentido común y una animal, acerada, férrea ansia de vivir pueden convertir a la víctima de un accidente en un superviviente perfecto.

Este fue el caso de David Steeves. Su increíble historia es más sorprendente que cualquier guión de Hollywood.

Y si no, juzguen ustedes mismos.


En 1957, el primer teniente David Steeves tenía 23 años, y se desempeñaba como piloto militar de la Fuerza Aérea norteamericana. El 9 de mayo de ese año, Steeves despegó del aeródromo de la Base Aérea Hamilton en Oakland, California, con destino a su ciudad natal, Selma, Alabama, donde pensaba dejar el avión en la Base Aérea Craig. Iba a bordo de su entrenador biplaza Lockheed T-33A Shooting Star. En el trayecto debía sobrevolar la Sierra Nevada, una formación montañosa que se extiende mayormente en California pero llega hasta el estado de Nevada. Muchas de sus cumbres trepan hasta los 3.500 o 4.000 metros.


Todo fue bien al principio (Steeves era experto en ese tipo de aviones entrenadores). La vista era imponente. Steeves volaba contento.

Aunque California es un estado caluroso, las grandes altitudes hacen que la primavera en las montañas de la Sierra Nevada sea subártica. La nieve no se derrite hasta mediados de verano, las temperaturas son siempre bajo cero, y los profundos precipicios llenos de sedimentos se convierten en trampas mortales.

Precisamente volando sobre uno de esos abismos, se produjo una fuerte explosión en el interior de la cabina del T-33. Steeves nunca supo qué fue lo que ocurrió. Perdió el conocimiento de inmediato.

Cuando despertó, la cabina estaba llena de humo y el aparato estaba en picada, precipitándose entre las nubes directamente hacia una gigantesca pared de piedra en la ladera de un monte. El joven tiró del timón con todas sus fuerzas, tratando de obligar a que la nariz trepara, pero fue inútil. Los mandos no respondían.

Sólo quedaba una cosa por hacer: eyectarse. Activó la granada de disparo de gas inerte, liberó la cubierta de la cabina, y salió disparado de su avión con todo y asiento. Eran las 11:45 del 9 de mayo de 1957.


Desprendido por fin de su sillón y colgando de su paracaídas, vio venir hacia él una cornisa de roca cubierta de nieve. ¡Pero la velocidad era demasiada! No pudo reducirla, y, si bien consiguió tocar la superficie horizontal de la saliente, el golpe en los pies le dislocó ambos tobillos. Miró hacia arriba, y vio a su avión alejándose en la distancia, tal vez para estrellarse a muchos kilómetros, fuera de su vista.

Steeves tenía ahora un gran problema: tenía los dos tobillos doloridos, estaba en un saledizo de roca a 3.300 metros de altura, y todo lo que sus ojos podían ver eran nieves eternas, cimas peladas y uno o dos árboles. No se apreciaba actividad humana alguna.

Para colmo de males, había perdido el conocimiento a causa de la explosión y al despertar se había eyectado de inmediato, por lo que no había tenido tiempo de radiar un Mayday, el código internacional de auxilio, ni de informar de su posición a su base.

Sabía que el procedimiento de búsqueda y rescate no comenzaría hasta el día siguiente, pero también sabía que era casi imposible que pudieran encontrarlo en esa inmensidad blanca.

Su vida estaba jugada a una sola carta, pero Steeves decidió mirar todo el mazo. No moriría como un animal cogido en una trampa: se abriría paso él solo.


Esta decisión aparentaba contradecir las enseñanzas de todos los expertos en supervivencia, incluidos los del Centro Stead donde se entrenaban todos los efectivos de las fuerzas armadas estadounidenses: "uno siempre debe quedarse en el lugar del siniestro", insistían, "porque es mucho más difícil para los rescatistas encontrar un blanco móvil que uno fijo".

El problema era que Steeves sabía que había caído muy lejos de las rutas aéreas comerciales, su paracaídas era blanco —por lo que no destacaba sobre la nieve para hacer una señal— y que nadie conocía el sitio en donde estaba.

Los instructores no prevenían para casos como el suyo, y comprendió que si vacilaba pronto estaría muerto.

Agregó de este modo una nueva frase a la expresión anterior: "... excepto si uno se encuentra convencido de que nadie lo hallará si se queda donde está".


El cielo estaba cubierto de nubes bajas, por lo que la operación de rescate no comenzó al día siguiente como Steeves esperaba, ni al otro, ni al siguiente. El cielo se despejó recién al cuarto día. La Fuerza Aérea convocó al mayor experto en la Sierra Nevada, Albert Ade, para que adoctrinase a los miembros del equipo de búsqueda. Sin embargo, en la primera reunión, Ade les espetó una frase que los dejó conturbados y deprimidos: "Se nos pide que encontremos los restos de un T-33 o, en el mejor caso, si el piloto ha sobrevivido, a un hombre solo. Pues bien, en esa zona no encontraríamos ni los restos de una flota de 20 grandes bombarderos B-29. Se trata de la región más inhóspita de los Estados Unidos, y una de las 10 más hostiles del mundo". Les estaba pidiendo, desde el mero comienzo, que abandonaran toda esperanza.

Derrotados de antemano, los equipos de rescate sobrevolaron las áreas de la Sierra Nevada donde sospechaban que podía encontrarse Steeves durante sólo cuatro días. En efecto, a los ocho días del accidente, la Fuerza Aérea norteamericana suspendió la búsqueda.

Al duodécimo día de la desaparición de David Steeves, su madre recibe en su casa de Connecticut una carta oficial que dice textualmente: "Es inútil suponer que una persona aislada pueda sobrevivir en la Sierra Nevada en esta época del año. Pocos días después el forense militar firma el certificado de defunción, la foja de servicio de Steeves se retira de los archivos militares y se procede a su entierro in absentia.

Steeves está, a partir de entonces, legalmente muerto.

Steeves, claro, es el único que no está de acuerdo. No está muerto y él lo sabe, pero nadie más. Reside en el triste limbo del desaparecido, del no-muerto, del zombie que sobrevuela el reino de los vivos y los muertos a la vez.

Pero ésa es sólo la faceta técnica y jurídica. Sus tobillos le duelen como mil demonios, y su férrea voluntad de sobrevivir lo impulsa como un viento a encontrar una salida. "Estoy vivo, estoy vivo, estoy vivo, y debo seguir así" se repite una y otra vez, interminablemente.

Pero hay algunos "pequeños" aspectos técnicos que debe resolver para no dar la razón a sus superiores. Y el primero de ellos es orientarse.

Aún se encuentra en la saliente de roca a 3.300 metros de altura, y, aunque observe para todos lados, siempre ve lo mismo: grandes cadenas de montañas de más de 4.000 metros que lo rodean en todas direcciones y no le permiten ver lo que se halla más allá. El cielo nublado de los primeros 4 días, para colmo, le priva de observar el sol o las estrellas para estimar los puntos cardinales.

Pocas semanas atrás, sin embargo, un compañero suyo, el teniente Glen Sutton, había desaparecido sin dejar rastros en esa misma área. La muerte de Sutton había horrorizado y conmovido a Steeves, que había decidido tomar algunas precauciones adicionales. Había llevado sus botas de vuelo a un excelente zapatero artesanal, que le había cosido, en una, la funda para su pistola, y en la otra, la vaina de un cuchillo. Es por eso que Steeves disponía ahora de ambas armas, aunque no pudiese encontrarles una utilidad inmediata en aquella cornisa llena de nieve. Lleva consigo también varias cajas de fósforos, pero el envase con sus raciones de emergencia había quedado en el avión. Viendo venir la montaña hacia él a una desaforada velocidad, no había podido tomar los alimentos antes de eyectarse.

Los instructores de supervivencia habían machacado durante todo el entrenamiento acerca de que el piloto siniestrado nunca debía separarse de su paracaídas: "El paracaídas es el mejor amigo del sobreviviente". Steeves tuvo oportunidad de probar la verdad de esa afirmación.

Enrolló su paracaídas, ató ambos extremos, y lo arrojó hacia el vacío. Cayó en la ladera inferior, a 100 metros de él, entre unos árboles. Ahora el joven militar tenía un objetivo visible hacia donde dirigirse. Debía bajar si no deseaba morir. Practicando toscas muescas con su cuchillo en el hielo debajo del reborde, comienza a descender paso a paso: a cada momento debe detenerse para calentar sus manos heladas bajo las axilas. Los guantes se le han mojado con la nieve fundida, y el frío es intolerable.

Pero debe continuar. Y lo hace. Tarda más de cuatro horas en recorrer los 100 metros que lo separan de su paracaídas, pero al final lo consigue.

Menudo logro para un "muerto" que, además, sufre de dos tobillos esguinzados.


Pero la situación sigue siendo letal: luego de un corto respiro, Steeves intenta seguir. Los tobillos se le han hinchado como globos de agua, y pronto se niegan a seguir soportando su peso. Con un alarido de dolor, David cae redondo sobre la nieve.

Pero la selección natural favorece a los más dotados mentalmente: Steeves es inteligente, y comprende que si va a tener que esperar a que se le curen los tobillos, en efecto estará muerto en pocas horas.

"Si no puedo caminar, bajaré sentado", se dice. Despliega la tela del paracaídas, forma con ella un rectángulo, se sienta sobre él y comienza a deslizarse ladera abajo como si montase un trineo, con el trasero firmemente apoyado y las piernas inútiles extendidas delante. El nylon de alta densidad se desliza muy bien sobre la nieve dura, y pronto alcanza el fondo del valle.

Sin embargo, el trineo no lo ayudará a trepar al otro lado. Está en el fondo de un precipicio, pero tampoco puede quedarse allí. Apelando a toda su fuerza de voluntad, nuestro ejemplo de superviviente nato se aferra a la vida como lo hubiese hecho un animal: se arrastra al otro lado, apoyándose en los codos y las rodillas.

Al cabo se hace de noche: a lo lejos ve, con la última luz, un monte de abetos cargados de nieve. Comprende que entre los árboles las condiciones serán un poco mejores que allí en el yermo, y repta como un gusano hasta ellos.

Al pie del más grande de todos excava en la nieve una cueva. La cubre con su paracaídas a modo de techo, se acurruca en ella, y descubre con delicioso agradecimiento que de inmediato la temperatura se eleva varios grados con respecto al exterior. Se sienta sobre la mochila vacía del paracaídas para no presionar sobre los tobillos, y se dispone a dormir.

Pero necesita más temperatura. Toma sus documentos personales y militares, la foto de su madre y los dólares que lleva encima, y con sus cerillas prende un pequeño fuego, que alimenta más tarde con trocitos podridos del árbol bajo el que se alberga. La temperatura exterior es de 10 grados bajo cero, pero el agujero de Steeves está mucho más caldeado.

Por fin, cómodo y caliente, consigue conciliar el sueño.


Amanece. Steeves no se va a convertir en el superviviente perfecto si la naturaleza no le impone algunos otros obstáculos: de tal modo, por la mañana la temperatura desciende bruscamente y comienza a nevar.

El piloto se da cuenta de que aún la regla de salir por sí mismo cuando nadie lo busca debe tener sus excepciones, y dictamina que ésta es una de ellas. Decide quedarse a esperar que el tiempo mejore. Una ventisca sin duda lo matará si lo sorprende al raso.

Y tiene razón. Se envuelve en el faldón de su paracaídas y, quemando leña menuda, se queda en su refugio dos días y dos noches más. Come nieve, pero la calienta en la boca antes de tragarla. Sabe bien que la nieve sólida acrecienta la sed y es muy nociva, porque quema las paredes del esófago y el tubo digestivo.

Finalmente, la tormenta amaina. Al tercer día, Steeves comprende que debe continuar, pero tiene los tobillos tan hinchados que cojea espantosamente.

El camino se convierte en una tortura: su avance es tan lento que el muchacho comienza a dudar de sus posibilidades de éxito. Pero sigue adelante. Cada noche cava un hoyo, se cubre con su paracaídas e intenta dormir.

Luego de tres días de renguear en medio de la desolación, llega a otro monte o bosquecillo, cuyas ramas le permiten encender su primer fuego de importancia. Allí puede descongelar y secar sus guantes y sus ropas por primera vez, y dormir doce horas de un tirón.

A la mañana siguiente encuentra un arroyo. Sabe que los seres humanos viven junto a los cursos de agua, de modo que lo sigue. Al poco tiempo encuentra un sendero —obra del hombre— y, alborozado, intenta apurar su marcha. Pero de pronto comienza a nevar con fiereza, y Steeves se pierde una vez más en la tormenta.

Trepa grandes bloques de piedra, atraviesa montones de hielo y casi siempre lucha con la nieve a la altura de la cadera.

Los tobillos le duelen cada vez más. No ha comido.

Han pasado 14 días desde su accidente.


Al fondo de un claro Steeves descubre una cerca: primera señal de actividad humana luego del sendero perdido. Está en una zona de picnic para los turistas que llegan hasta allí en el verano.

El encargado del mantenimiento no ha hecho un buen trabajo, y en los cubos de basura se amontonan las latas vacías.

Steeves procede a una minuciosa inspección de las mismas, y en el fondo de una de ellas encuentra restos de mermelada congelada, que raspa con su cuchillo y devora con desesperación. Es el primer alimento que toma en dos semanas.

Steeves continúa caminando durante cuatro horas más y, ya en medio de la penumbra del anochecer, descubre una forma oscura y ominosa. Se acerca y comprueba que es... ¡una cabaña!

El hombre se arrastra hasta la puerta, pero descubre con desesperación que la puerta está cerrada con llave. Hace entonces una comparación costo/beneficio: su pistola tiene sólo siete balas, y estima que puede necesitarlas más tarde. No gastará municiones en la cerradura. Se pone a trabajar sobre la puerta con su cuchillo, pero está tan débil que forzarla le toma tres largas horas de duro batallar.

Es un refugio para andinistas o paseantes extraviados: lo primero que Steeves ve cuando abre la puerta es un armario rotulado "Alimentos".

Con lágrimas de agradecimiento, espanta a las docenas de ratas que corren por toda la habitación y registra los estantes. Encuentra una lata de arvejas, una lata de corned beef, una lata de tomates, media lata de arvejas secas, un tercio de lata de arroz, dos paquetes de gelatina, media caja de terrones de azúcar, cubitos de caldo deshidratado, té, ketchup y veinte especias diferentes.

No es mucho, pero Steeves no quiere arriesgarse: sabe que los organismos se acostumbran al ayuno, y que una sobrecarga repentina de alimentos podría matarlo. No ha pasado lo que ha pasado para morir allí, en aquella cabaña, como un perro indigestado.

Con la punta de la lengua prueba el ketchup, y su estómago parece tolerarlo. Con su cuchillo abre la lata de arvejas frescas y come una. Su primera comida verdadera luego de tantos días es, pues, un plato de arvejas masticadas y tragadas una por una, alternando cada una con un ligero sorbo de ketchup. Se detiene e interroga a su aparato digestivo: lejos de quejarse, su estómago acepta agradecido el alimento.

Aunque el instinto y la larga abstinencia lo impulsa a devorar todo de una vez, su férrea voluntad lo hace contenerse y guardar el resto para cuando el cuerpo haya tenido tiempo de digerir la primera porción. Arvejas con ketchup. Luego comeremos lo demás.

Mientras tanto, explora su nuevo refugio. Encuentra tiendas de campaña roídas por los ratones, y se acurruca sobre ellas. Pone a su alcance agua y alimentos y, encomendándose a todos los dioses, da comienzo a la operación más espantosa que le ha tocado afrontar en todo el curso de su pesadillesca aventura: tiene que quitarse las botas por primera vez.

Centímetro a centímetro, comienza a descalzarse. El dolor lo hace gritar: libres de la presión del calzado militar, los tobillos comienzan a hincharse ante sus ojos. En instantes se convierten en dos globos rojovioláceos que ocupan desde la planta del pie hasta la mitad de ambas pantorrillas.

Steeves no resiste más: se acurruca gimiendo bajo las lonas e intenta dormir para olvidarse del dolor.

Entonces llega la fiebre: durante dos días Steeves se escapa hacia el mundo del delirio y los temblores. No sufre, pero también está a merced de la muerte. En sus pocos momentos de lucidez se obliga a comer. Quiere estar más o menos recuperado si la muerte decide respetarlo. Quiere salir de allí. ¡Quiere vivir!


Se despierta definitivamente al tercer día. Sale de la cabaña y, para su desesperación, descubre que ha nevado todos los días en que él estuvo enfermo. Sin embargo, la abundancia de nieve le evita desandar todo el camino hasta el arroyo para buscar agua.

Encuentra fuera de la cabaña una parrilla, y allí pone a cocer un plato de arroz. Mientras tanto, explora la choza y encuentra un mapa. Observarlo detenidamente le produce el efecto de un mazazo en la nuca: se encuentra en una cabaña aislada en medio de una meseta a 1.800 metros de altitud, pero rodeada por completo de cadenas montañosas de 3.600 metros. En todo el mapa no hay indicada ninguna población.

Sin dejar que el desespero haga presa en él, duerme toda la noche y, por la mañana, toma el resto de sus franciscanas provisiones, el mapa, sus armas, papel y leña menuda, y se pone de nuevo en camino. Sus tobillos están mejorando, aunque aún cojea mucho. Va a seguir el arroyo, que tarde o temprano lo conducirá de vuelta a la Humanidad.

A los cien metros el camino está obstruido: tendrá que vadear el río. Se desnuda, se ata las pertenencias a la espalda y se mete en el agua helada. Pero la corriente es demasiado fuerte: Steeves trastabilla, pierde pie y es arrastrado por la corriente, que lo arroja por una cascada de tres metros de altura. Afortunadamente evita golpearse la cabeza, y consigue alcanzar la otra orilla. Los fósforos, bien envueltos en el interior de su mono de vuelo, permanecen secos. David enciende fuego, seca sus ropas empapadas y sigue caminando.

Un día más. Pero Steeves no tiene suerte: su camino está obstruido una vez más. Ahora es la inescalable pared de un acantilado la que le cierra el paso. No puede seguir.

El piloto mira el cielo: se prepara otra gran tormenta. Regresa a la cabaña justo antes de la primera nevada, y se consuela comiéndose los tomates que ha dejado allí por precaución.

Afuera rugen el blizzard y la tormenta, y Steeves debe permanecer encerrado cinco días más. La comida va a acabársele. Teme morir de hambre.

Pero decide no permitir que eso suceda: encuentra un libro de cocina y lo lee y relee hasta sabérselo de memoria. Mientras espera a que pase la tormenta, descose algunas carpas, trenza hilos con ellas, desclava unos ganchos de la pared y se construye un primitivo equipo de pesca. Con una rama se hace la caña y, cuando al sexto día el tiempo mejora, se encamina al río. Busca un árbol podrido, encuentra bajo la madera algunas larvas que utiliza como carnada, y en pocos minutos atrapa una trucha de 15 centímetros.

El problema de la alimentación está resuelto: Steeves se acostumbra a ir al río dos veces al día, y obtiene una cosecha de dos a cuatro truchas por visita. Se deleita cada día con las hermosas truchas, que asa fuera de la cabaña "al spiedo", ensartadas en un palo y girando sobre el fuego.

Pero no le alcanza. Comprende que deberá variar su pitanza o morirá.

Corta una rama bífida, hace con ella una horca y se dispone a construir una trampa.

Steeves ha nacido en un pueblo y ha vivido toda su vida en una gran ciudad de California. Todo lo que sabe de supervivencia se lo han enseñado en la Fuerza Aérea, pero esas lecciones no incluyen el diseño de trampas eficientes.

Sin embargo, sigue a su instinto y a su sentido común.

Ata la rama, curvándola hacia el piso, y la sujeta a un cordel que termina en el gatillo de su pistola. Bajo la rama coloca un bloque de sal que encuentra en la cabaña. Si un animal grande (una corza o venado, por ejemplo), mueve el bloque de sal, la rama se enderezará como un látigo y la pistola se disparará. Es una obra maestra del ingenio y la improvisación.

Steeves prueba la trampa —aquí sí cree valioso desperdiciar una bala—. El disparo va a parar a un tronco ubicado justo encima de la piedra de sal.

Pero teme que no funcione, o que el animal salga herido y se aleje fuera de su alcance. Bajo unas tablas del piso de la cabaña halla unos cartuchos de dinamita, y los ubica en el tronco del árbol, justo donde ha pegado el proyectil. Monta la pistola y se retira.

El primer día no sucede nada.

El segundo día tampoco.

Al tercer día, cuando hacía 48 horas que no conseguía pescar nada, Steeves se acerca renqueando hacia su trampa y encuentra en ella a un ciervo, casi pulverizado por la dinamita pero aún comestible en su totalidad.

Se alimenta de su carne durante cinco días enteros. Esta vez decide comer todo lo que pueda. Comprende que el tiempo se le acaba, y que si la próxima nevada dura quince días, estará tan muerto como lo cree el forense militar.

Sus temores acerca de la trampa se hacen realidad: mientras le duran las municiones, arma la trampa cada día, y cada día encuentra huellas de sangre —porque los animales necesitan la sal, muy escasa en el suelo de la región— pero sólo quedan heridos y se arrastran a los montes antes de que él llegue hasta ellos. Nunca más obtiene nada de carne.


Han pasado 30 días de suplicio. La primavera pronto dará paso al verano, y una hierba rala comienza a brotar del suelo en descongelación. David come hojas, raíces, cardos y pequeños caracoles que aliña con los condimentos que encontró en la cabaña. Cuando puede, complementa esta dieta con pescado fresco.

Pero ve que eso no es la solución. Percibe que cuando se cansa no recupera las fuerzas, y se da cuenta de que está, poco a poco, muriendo de inanición. Tiene que continuar. Si no lo hace, cuando lleguen los primeros acampantes veraniegos encontrarán el cadáver de Steeves en la cabaña. Debe irse, y debe hacerlo ahora.


Como el camino río abajo está bloqueado, se dirige montaña arriba, donde descubre un desfiladero de granito que atraviesa las montañas a 3.000 metros de altura. Come bayas, frutillas silvestres y grosellas, y pescado seco que se ha llevado como reserva.

Consigue pasar al otro lado de la cadena montañosa, pero pierde pronto la noción del tiempo. El paisaje siempre es igual, y él no ha llevado la cuenta de los días.

Una mañana alcanza una gran cima, come dos pescados y encuentra un sendero que conduce a un valle. Está contento, porque sabe que no encontrará a nadie en las alturas. Si hay un ser humano cerca, estará en uno de los valles.

Por la tarde de ese mismo día descansa nuevamente. Cuando se dispone a comer unas cerezas, oye una voz femenina: "¡Eh! ¿Qué hace usted aquí?"

Steeves no sabe si está alucinando. Se vuelve, incrédulo, y ve a una mujer a caballo que se le acerca al galope. Detrás de ella, varios otros jinetes.

Lo que esa gente ve es un hombre barbudo y sucio, extremadamente delgado, con los pies torcidos, que cojea horriblemente al caminar.

Steeves ve, en cambio, a los ángeles salvadores que ha esperado durante tanto tiempo.

"¿Qué día es hoy?", pregunta llorando. "Nueve de julio", le dicen. Él hace la cuenta. Ha pasado 54 días perdido en las montañas.

La gente lo lleva a un hospital, y Steeves se repone satisfactoriamente.

En los 54 días de su odisea, ha caminado en total 160 kilómetros, ha salvado a pie diferencias de altitud de 1.500 metros en un solo día, ha atravesado un desfiladero de 3.000 metros de altura... ¡y sólo ha perdido 20 kilos de peso!

Insisto: no es poca hazaña para un hombre "muerto".


A poco que se repuso, El General de la Fuerza Aérea Curtis LeMay ordenó a Steeves presentarse en el Centro de Supervivencia de Stead para explicar a los profesores cómo había conseguido sobrevivir a su suplicio, cómo había conseguido convertirse en el "superviviente perfecto".

Steeves obedeció, y en sus conferencias quedó concluyentemente demostrado que cuando no queda ninguna esperanza de recibir ayuda externa, la inteligencia, el coraje, la obediencia a los instintos y al sentido común, la decisión de escapar del peligro por sí mismo y una metálica voluntad de vivir son herramientas capaces de salvar la vida aún a un hombre condenado.


Pero, tristemente, la pesadilla del teniente Steeves no había terminado.

El avión entrenador de Steeves, el excelente T-33A, era la versión biplaza del célebre T-33 Silver Star, una especie de arma mortífera temida por todos y especialmente por los coreanos. Cada piloto de T-33 de la Guerra de Corea, había derribado en promedio 20 aparatos enemigos. A los estadounidenses les constaba que nadie había obtenido un T-33 intacto, por lo que rusos y chinos se morían por poner las manos en uno de ellos.

Pero ¿dónde estaba el avión de Steeves? Una vez reaparecido el piloto y a pesar de la alegría de su joven esposa, madre, amigos y parientes, la Fuerza Aérea comenzó a sospechar que el primer teniente ocultaba algo.

Primero: a su regreso estaba en demasiado buen estado físico. Ellos esperaban, al menos, algunos dedos congelados o una pierna amputada, pero Steeves estaba casi ileso. Y nadie sobrevivía 54 días en la primavera de la sierra con sólo dos tobillos torcidos.

Segundo: ¿Dónde diantres estaba el T-33? Con la "resurrección" del piloto, la aviación intensificó la búsqueda de los restos del aparato. Hubiese sido mejor no tener ni piloto ni avión, en realidad. Avión sin piloto ya hubiese sido suficientemente malo, pero piloto sin avión era mil veces peor.

Es exacto decir que buscaron al Lockheed mucho más tiempo que al infortunado muchacho, pero la nave nunca apareció.

Entonces, la picadora de carne de la justicia militar se preparó para destrozar a Steeves y escupir los fragmentos de sus huesos.


¿Por qué? Se preguntará el lector. Y la pregunta es lógica.

Para comprender por qué hay que entender la época y el contexto. Era 1957, la Unión Soviética y EEUU estaban enfrascados en el momento más álgido de la Guerra Fría, y un piloto norteamericano había despegado de una base junto al Pacífico montado en un avión brillante, que el enemigo ansiaba desmontar para reproducir su tecnología.

El piloto decía haberse estrellado, y casi dos meses después reaparecía con vida. Sin embargo, no sabía dónde había capotado el avión.

¿Por qué no pensar que lo había vendido a los rusos? Que mostrara el avión, y santo remedio.

Pero Steeves no podía hacer eso: al sentirse liberado del peso del asiento y del piloto, el T-33 había trepado, había pasado por encima de la montaña, y se había estrellado en algún lugar fuera de su vista.

El Satuday Evening Post publicó que la historia de Steeves estaba llena de discrepancias, y la Fuerza Aérea comenzó a investigar a su propio héroe.

Se lo presionó, se lo amenazó, se lo torturó psicológicamente para que dijese qué había hecho con el avión.

Pero él no podía ayudarlos. ¡Porque no lo sabía!

Se le formó un tribunal militar y se le juzgó. La Fuerza Aérea, ahora en serio, lo consideraba un traidor y un desertor que había vendido su avión a los soviéticos. A pesar de que el fiscal no pudo encontrar evidencia de estos hechos, y por consiguiente Steeves fue declarado inocente, es obvio que su carrera militar quedó arruinada. ¿Quién iba a confiarle un avión una vez más? Nadie, y un piloto sin avión es como un marinero en medio del desierto. No sirve para nada.

La esposa de Steeves no soportó la presión y lo abandonó. Los diarios lo acusaban de ser un espía ruso. Su carrera se arruinó y su vida personal se convirtió en un infierno.

Desesperado, Steeves solicitó la baja, y la Fuerza Aérea se la concedió con gusto. Ya no era más soldado, pero igual trataría de ganarse la vida como piloto.


Se convirtió en piloto comercial y diseñador de paracaídas, pero no estaba conforme con eso... Deseaba limpiar su nombre. Quería que se reconociera que habían cometido una espantosa injusticia con él. Quería encontrar su avión.

Steeves pasó los siguientes ocho años de su vida explorando la Sierra Nevada en sus ratos libres. Sacó fotos aéreas, contrató guías expertos, pasó cada una de sus vacaciones explorando palmo a palmo las áreas donde se creía que podía haber caído su avión.

En vano. En vano. En vano.

En 1965, David Steeves, el superviviente perfecto, el hombre que había vencido a la ventisca, a las montañas, al viento, al frío, al hambre y a la nieve, se mató en un accidente de aviación mientras trataba de probar uno de sus diseños de paracaídas. Fue sepultado por segunda y definitiva vez cuando sólo tenía 31 años.


Cuando Steeves, nuestro superviviente perfecto, llevaba ya 12 años en la tumba, un grupo de boy scouts salió de excursión con sus jefes y su guía. Era el verano de 1977, y se dirigían al Parque Nacional Kings Canyon. Allí, entre unos arbustos, uno de los niños observó un extraño brillo.

Al acercarse, vieron que era una brillante placa de plexiglás como las que se usan en los parabrisas de los aviones. El jefe del pelotón la rescató, y vio que llevaba grabada la sigla USAF y un número de serie. Era en realidad la placa de vidrio de un avión militar.

De inmediato notificaron a la Fuerza Aérea. Los militares organizaron una búsqueda, y a pocos kilómetros del lugar del hallazgo encontraron un T-33 destrozado, estrellado y oculto en una hondonada estrecha.

El número de serie correspondía al avión de David Steeves, que después de muerto conseguía disipar de esta manera las sospechas de traición y bajeza de que se le había acusado en vida.

Kings Canyon se encuentra a más de 80 kilómetros del sitio donde Steeves fue rescatado, cerca de Fresno, más allá del Parque Nacional Sequoia. ¿Cómo es esto posible?


La eyección del asiento del T-33 se produce mediante una granada ubicada bajo el asiento del piloto. La explosión de la misma libera una gran carga de gas inerte altamente comprimido que arroja al asiento y al piloto fuera del avión, llevándose por delante y arrancando el techo de la cabina (ver fotos).

Como se comprenderá, el asiento es de acero, porque de otro modo la detonación en sí misma mataría al aviador.

El caso es frecuente en la historia de los accidentes aéreos: súbitamente liberado del peso del piloto, el asiento y la cubierta de la carlinga (en total, más de 200 kilos), el T-33 trepó la proa y se elevó por sí mismo. Siguió volando desde el sur de California hasta la Sierra Nevada Central sin su piloto, y sólo cayó a tierra cuando se le terminó el combustible.

Si hubiese sido un avión más antiguo, pongamos por caso, un bombardero construido con tela y madera, hubiese incluso aterrizado por sí solo. Se han documentado cientos de casos similares.

Es por ello que la Fuerza Aérea podría haber pasado siglos buscando al aparato en la parte sur de la Sierra Nevada sin encontrarlo jamás. Sencillamente, no estaba allí.


De este modo, David Steeves, el hombre que triunfó sobre la muerte y que cayó luego víctima de los malpensados y perversos, consiguió limpiar su nombre después de muerto y se convirtió así, gracias a su gran hazaña, en modelo soberbio de "superviviente perfecto".

Más datos:
(Traducido, adaptado y ampliado por Marcelo Dos Santos de www.aviation-history.com y de otros libros y sitios de Internet)

Vuelvo a repetir que lo he copiado de aquí: http://axxon.com.ar/zap/254/c-Zapping0254.htm

Y el primer sitio en que leí de esta historia, fue aquí: Menéame: el superviviente perfecto

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